Artículo publicado el martes, 4 de octubre de 2016, en www.cincodias.com
Los
efectos del referéndum del pasado domingo pesan como una losa en la realidad
colombiana. Parece que, con el paso de las horas, el estupor en lugar de
diluirse se hace más denso. No es para menos, desde 1982 se han tratado de
negociar siete acuerdos de paz y los siete han fallado. Precisamente, lo único
que redime la confusión ciudadana es que el actual acuerdo no ha muerto. En la
tregua adoptada entre los contendientes del SÍ y del NO parece existir una suerte
de consenso extremo: esta es nuestra última oportunidad.
La rápida reacción de las FARC
anunciando su voluntad de adaptarse a nuevos escenarios y el tesón del Gobierno
Santos por recomponer diálogos sin pérdida de tiempo ha aportado un impagable balón
de oxigeno al proceso de paz. Nadie lo afirma abiertamente pero es una idea que
subyace en el común colombiano: o es la paz o es el caos. Porque todos en este
país regado de sangre durante 50 años saben que la única manera de ganar el
futuro es por medio de una convivencia pacífica.
En cuestión de horas, Colombia ha
pasado de ser un país referente para la región y para el mundo en general, a
una nueva duda geopolítica. Un reflejo de cómo ha transido las campañas de los
defensores de cada postura. Objetivamente nadie cuestiona la importancia de la
paz, pero las lagunas argumentales -que las ha habido- han dado alas a los que
mantienen (seguro que con toda legitimidad) causas pendientes con los
guerrilleros.
Como apuntaba, antes del plebiscito, la profesora Mª Fernanda
González de la Universidad de La Sorbona el NO ha centrado su discurso en un
relato bélico donde han prevalecido las palabras: terrorismo, impunidad,
delitos, criminales, lesa humanidad, tiranía. Frente a esta focalización
emocional, Santos no ha centrado su gobierno solo en defender el sí. De hecho,
ha hecho una lectura de Estado en el que los costes de negociación eran
pequeños frente a todas las oportunidades asociadas a la reconciliación. En
definitiva, una apelación al recuerdo de los horrores vividos contra una
propuesta de futuro basada en el diálogo y la razón. Emociones contra sentido
común (cuando, como todos sabemos, el sentido común es el menos común de los
sentidos).
Claro que esta reflexión quedaría
coja si no se pusiera sobre la mesa lo mal que le ha sentado a muchos
colombianos las condiciones asociadas al referéndum. Bajar el umbral del
plebiscito del 50 al 13%, prohibir el voto en blanco y no posibilitar medios
públicos para quienes defendían el NO, han sido decisiones que fueron ganando
impopularidad a medida que se acercaba el momento decisivo de emisión del voto.
Desde mi llegada el viernes a Bogotá como Observador
Internacional del proceso he visto crecer en mi interior una idea que siempre
he procurado tener solapada porque me cuesta expresarla (y me refiero a una
dificultad fisiológica para enunciarla) pero ahí va: la paz, como todo, tiene
un precio. Es horrible. Es verdad.
El precio para Colombia se ha
empezado a expresar (o empezará a hacerlo en breve) en términos de riesgo país,
de captación de inversión extranjera, de desarrollo de activos sociales claves
como la educación o la sanidad (durante 50 años afectadas directamente por el
gasto militar y de seguridad). El precio para Colombia es, en mi opinión,
inaccesible.
Por eso y porque después de
compartir ilusiones con tantos colombianos necesito creerlo, admiro el esfuerzo
del Presidente Santos por recomponer filas y no ceder ante la adversidad. Se
trata de una lucha titánica porque lo vivido desde el domingo es apenas un spin
off de las complejas y largas conversaciones con la FARC y los mediadores
internacionales.
En estos momentos, Colombia sumida
como digo en el estupor, espera el siguiente capítulo de una historia en la que
dos presidentes (Uribe y Santos) deben mostrar su capacidad política para sacar
al país de un atolladero en el que todos han participado y del que nadie es
responsable.
Después de tantos años de desempeño
profesional me sigo tomando en serio el aserto de anteponer los intereses del
Estado a los particulares o partidistas. Atendiendo a lo que sucede en mi
entorno (y hablo de Colombia y también hablo de España) resulta difícil de
creer pero es un concepto, un ideal que debemos seguir pugnando porque sea de
obligado cumplimiento. Es por esta visión que aplaudo la tenacidad de un
gobernante cuando derrotado en las urnas persevera en la búsqueda de soluciones
hasta el último minuto de su mandato (palabra de Santos). Que así sea y que
Colombia pueda pagar la paz que tanto se merece.